
Pasan los años, se repite la historia de forma cíclica y seguimos aferrados a viejos prejuicios, también en materia musical, justo cuando tenemos más motivos para desligarnos de ellos.
Todos tenemos prejuicios. Es justo reconocerlo. Ideas preconcebidas. Principios aparentemente inamovibles. Convicciones de las que nos nos queremos desprender ni lavándolas con aguarrás. También es justo asumir que, a veces, nuestros prejuicios aciertan cuando tienen ocasión de verificarse. Cuanta más música escucha uno, más olfato desarrolla para intuir por qué derroteros va a transitar un disco. Y lo mismo ocurre con prácticamente cualquier otro aspecto de la vida: cuanta más gente trata uno/a, más rápidamente cala a quien tiene enfrente. Pero luego la vida te da sorpresas. Y por eso no es muy saludable aferrarse a nuestros prejuicios. Por lo que pueda pasar.
En el ámbito de la música popular, es algo que vemos prácticamente a diario. Hay gente que se niega en redondo a escuchar estilos que le resultan abominables. Son legión quienes últimamente aborrecen del reggaeton o del trap. Los consideran estilos musicales vulgares, zafios, poco elaborados, machistas, cosificadores. Desechables, en definitiva. Productos de usar y tirar. Y a veces, ni eso. Pero no hay estilos ni géneros musicales que sean enteramente aborrecibles, ni siquiera enteramente sexistas. Tampoco hay estilos, por mucho rechazo que nos puedan causar, que no dispongan de al menos unas cuantas obras de gran calado. Aunque sea de forma puntual.
Lo más curioso de todo esto es cuando son los teóricos defensores de las esencias del rock and roll de toda la vida quienes ponen el grito en el cielo. Como si el rock no hubiera tenido letras machistas (Chuck Berry, Rolling Stones) desde sus primeros días. Como si no se hubiera escudado nunca en la falta de pericia instrumental, en la aversión por los academicismos y en los presupuestos irrisorios para facturar sus canciones de ruptura generacional, como ocurrió hace más de cuarenta años con el punk. Más de cuatro décadas, que se dice pronto.
Se condena el machismo de músicas de última generación y se olvida que también fue inherente a muchas de las primeras muestras de la cultura del rock and roll.
Resulta muy aleccionador también cuando algunas de las bandas legendarias del género son utilizadas como argumento para probar su teórico espíritu contrapuesto a cualquiera de estas nuevas tendencias. El mestizaje, la apropiación, lo híbrido, han sido siempre condiciones clave para que el relato de la música popular pueda avanzar. Sin mezcla, apenas hay nada. Solo dogmatismo y aburrimiento. Sin diálogos entre generaciones, a veces también con sus rivalidades, igual. Los músicos blancos siempre aprovecharon los hallazgos de los negros, igual que los occidentales siempre han fagocitado los orientales. Nada nuevo bajo el sol. Nada por lo que rasgarse ahora las vestiduras.
Con el marketing hemos topado
Cuando se estrenó en nuestros cines la película biográfica sobre Queen, arreciaron las alabanzas al legado de Freddie Mercury y compañía: “Esto sí que es música, y no la mamarrachada esta del reggaeton”, decían muchos. Lo decían sin pararse a pensar en que Queen coquetearon con la música clásica, la ópera, la música disco, el progresivo, el heavy metal y muchos estilos más. Fueron uno de los grupos más musicalmente (en lo demás, mejor ni entramos) promiscuos de su tiempo, y hubiera sido raro que, de seguir vivo su líder hoy en día, no se hubiera enfrascado en mil cruces de caminos más.
Se suele ignorar también que J Balvin, por ejemplo, fue irredento fan de Nirvana desde que era un crío, y que parte de esa cultura también tiene algún reflejo en su música. También se vapuleó a Rosalía en su momento, tildada de gran operación de marketing por algunos, como si eso fuera un pecado. Y se repitió con C. Tangana. No como el resto de músicos del planeta, que deben ser seres altruistas que prefieren vivir del aire, difundir sus canciones por cauces incontaminados y destinar todo lo que ganan a las ONGs.
Otro clásico es descalificar al músico que cuenta con el apoyo de un gran engranaje promocional, como si el resto de músicos del planeta fueran altruistas que viven de aire y destinan sus ganancias a una ONG.
George Michael, a quien hemos escogido para la foto que ilustra ese artículo, bautizó uno de sus discos como Listen Without Prejudice Vol. 1. Es decir, escucha sin prejuicios. Estaba cansado de la imagen de sex symbol para quinceañeras que los medios se habían formado de él, y a la que él mismo había contribuido. Y aunque aquel Listen Without Prejudice Vol. 1 (por cierto, nunca hubo un segundo volumen) no disipara todas las reservas que mucha gente podía tener acerca de su valía creativa, lo cierto es que dispensarle algo de tiempo permitía disfrutar de algunas canciones (caso de los preciosos siete minutos de “Cowboys and Angels”, por ejemplo) cuya valía difícilmente podía cuestionar su más enconado detractor. Las segundas (y terceras) oportunidades en el mundo del pop y del rock son múltiples.
La música como forma de conocer el mundo que nos rodea
Cada cual es libre de encastillarse en su mundo. A veces, en su pequeño mundo. Pero el apetito musical es mucho más disfrutable cuanto más omnívoro. Abrirse bien de orejas y estar dispuesto a probarlo todo (luego ya lo desecharemos o disfrutaremos, nos emocionará o nos dejará fríos) es una forma mucho más rápida de conocer el mundo que nos rodea. Porque la música no es solo un transmisor de emociones o un entretenimiento mayúsculo: es también una de las mejores herramientas de las que disponemos para conocer bien a fondo otras culturas y otras formas de vivir.
Son decenas las estrellas pop internacionales que nacieron como productos aparentemente prefabricados, a veces salidos directamente de la factoría Disney, y hoy en día gozan de carreras de credibilidad innegable. Los límites entre lo alternativo y lo mainstream están más emborronados que nunca. El viejo concepto de integridad artística, aquel rancio sentido de la honestidad (como si una guitarra eléctrica o un estudio de grabación fueran más honestos que un PC, un sampler o una simple habitación) tiene ya poco sentido. Y el acceso a cualquier música imaginable es ahora más sencillo y directo que nunca. Basta un click. No hay excusa para cerrarse en banda. ¿Tiene sentido que nos enroquemos en nuestra propia ensalada de prejuicios?