El anuncio de que la cantante catalana abandona los escenarios por un tiempo, pone de relieve la presión que ejercen los medios y las redes sociales sobre artistas tan sobreexpuestos.
Redes sociales, repercusión mediática, sensacionalismo, chismorreos, haters, lovers, entrevistas, colaboraciones, saraos de toda clase… son tantos los frentes abiertos para cualquier músico célebre hoy en día, que es muy fácil caer en el burnout: el síndrome de desgaste profesional. O de estar quemado. El de toda la vida, vaya, aunque en el caso de Rigoberta Bandini no creemos que sea por una distancia insalvable entre sus propios ideales y su realidad laboral, que es como las aseguradoras definen este bajón.
Paula Ribó, que es su nombre real, se ha ganado la vida muy bien en los últimos dos años. A pulso. Tiene un caché espectacularmente alto para alguien a quien hace dos años y medio apenas conocía nadie en el mundo de la música.Y se lo sabido ganar porque ha sabido conectar con un público numeroso.
«No todo el mundo puede llevar igual de bien la presión de estar sometido/a a la sobreexposición».
El anuncio de que abandona los escenarios (no de la música, como han titulado engañosamente tantos medios de toda condición) porque confiesa «no poder más» también pone de manifiesto eso: la presión de estar sometido/a diariamente una sobreexposición que no todo el mundo puede llevar igual de bien. Porque Rigoberta Bandini se ha sobreexpuesto.
Primero sin buscarlo a conciencia, gracias a la viralidad de unas canciones que empezaron a correr como la pólvora por nuestros móviles, tablets y ordenadores durante el verano de 2020, cuando intentábamos recuperarnos del latigazo pandémico tras haber pasado un par de meses sin salir casa. El momento era propicio. Y después, con su participación en el Benidorm Fest en febrero pasado, cuando su feminista «Ay, Mamá» parecía tener todos los números para representar a España en la final de Eurovisión que acabó llevando a Chanel al tercer puesto.
Rigoberta dice estar «hasta el coño». Y es lógico. No debe ser fácil acostumbrarse a esta repercusión a los 30 años, cuando hasta entonces te has ganado la vida en labores mucho menos notorias: actriz de doblaje durante muchos años, algunos papeles en series de televisión , una novela. Su perfil no es el de aquellas estrellas que desde crías o adolescentes sueñan con ser estrellas del pop, ingresan en academias de música, se presentan a talent shows y crecen sabiendo que tendrán aguantar cualquier chaparrón mediático que les caiga porque forma parte del pack. No.
Para Rigoberta Bandini, la música siempre ha sido algo más lúdico. Más recreativo. Más casual. Ya era así cuando formaba parte de The Mamzelles, su primer grupo. Y ese es también parte de su atractivo para el público. Es en cierto modo una estrella por accidente, y eso genera identificación con sus seguidores y seguidoras, al margen de que sus canciones, que beben por igual de ABBA, Mocedades, Mónica Naranjo, Daft Punk o Gigi D’Agostino, y lo hacen desparpajo y ausencia de prejuicios, brinden un innegable gancho melódico. Son pegadizas y enganchan.
«Rigoberta Bandini es, en cierto modo, una estrella por accidente, y eso genera identificación».
En cualquier caso, sería de ingenuos pensar que Rigoberta, tan ligada al mundo de la publicidad, no es consciente de la repercusión que el anuncio de su momentánea retirada va a tener sobre los conciertos que aún tiene pendientes, de aquí a octubre. Seguramente venda más tickets aún de los que ya ha colocado. Y luego ganará tiempo, sin duda, para componer ese álbum (inédito hasta ahora) que ni siquiera ha necesitado editar para convertirse en una de las artistas más celebradas en España en los últimos tiempos, pero que sí reporta crédito creativo a largo plazo (que les pregunten a C. Tangana o a Rosalía). Porque lo suyo hasta ahora sido las canciones de impacto. Como su reciente colaboración con Amaia. Sin necesidad de que entre todas ellas hubiera un relato en común.