Todo lo que proyecta la artista catalana es objeto de encendida división de opiniones, al menos en España, y el alboroto se multiplica con cada nuevo disco. El vibrante Motomami es su último capítulo, y quizá no podría ser de otro modo.
Yo rosalío, tú rosalías, él rosalía. Nosotros rosaliamos, vosotros rosalíais, ellos rosalían. Estamos a un paso de que la RAE apruebe el vocablo y nos aprendamos sus tiempos verbales. Si te gusta y la aclamas en público, no te equivoques: se debe a que o bien eres un borrego o bien lo tuyo es mero postureo. Necesitas carnet de autenticidad. Cada vez que digas “Saoko” o “Hentai” en voz alta, morirá un gatito. Y si la criticas, eres un pollavieja. Lo haces porque no te enteras de nada. Estás caduco. Y si directamente la ignoras, estás en fuera de juego. Out. En la inopia. Cruzar los brazos no es una opción.
Ocurrió hace algo más de un año con C. Tangana, y ocurrió también con ella hace cuatro. Es la polarización, estúpido. Tan española. Tan cañí. La impulsividad de los instintos. El dedo de gatillo fácil. El entusiasmo o el exabrupto, como si solo pudiéramos ser del Barça o del Madrid. En el fondo, tampoco está tan mal: que en las redes sociales se hable de música durante unas semanas siempre es buena cosa, aunque sería deseable y hasta conveniente que quienes lo hacen se preocuparan por escuchar el disco entero antes de opinar. Es pedir demasiado, sí.
El caso es que Rosalía está de nuevo en boca de todos. Para bien, para mal o para regular. La unanimidad que transmiten la gran mayoría de críticas y reseñas de su Motomami (Columbia/Sony, 2022) no permea en los comentarios que cualquiera españolito/a se marca en las redes sociales y en los foros de los medios de comunicación.
Lo importante no es determinar si el disco es bueno o no, sino la percepción que cada uno de nosotros tengamos. La utilidad de la crítica como género periodístico se revela como más cuestionable que nunca en momentos como este. ¿Importa? Quizá para una minoría. Cuando me preguntan a mí por este disco, soy yo quien se pregunta para qué.
“Para empezar, Rosalía es de un país en el que cualquiér proyección internacional es vista con recelo”.
Sea como sea, Rosalía y su nuevo trabajo lo tienen todo para centrar el debate público. Lo tenía ya antes del disco, en realidad. Para empezar, es mujer. Con toda la multiplicidad de lecturas que su proyección artística pueda deparar (feminismo, empoderamiento, sometimiento, cosificación, machismo o hembrismo y etcétera, etcétera.. el bucle sin fin). Fue rechazada en su momento por un talent show: la teórica plasmación del arte por encima de la manufactura en serie. Y es española, no lo olvidemos: del país en el que cualquier triunfo o repercusión internacional es vista con recelo. Como una monumental operación de marketing en la que el talento no juega rol alguno.
Olvidando, en el menos malintencionado de los casos, el efecto locomotora que un eco así puede generar. No importaba en su momento si Antonio Banderas era o no era el mejor actor español, o si Almodóvar era el mejor director: su éxito podía ser beneficioso por reorientar el foco mediático hacia nuestro cine, así en conjunto. No es garantía, pero es más probable que cuando nadie trasciende. Y apenas se veía. El ruido lo suele tapar todo. Cualquier recién llegado podría llegar a pensar que España es un experimento de la NASA. Un campo de pruebas para un estudio sobre la esquizofrenia. O algo peor.
El nuevo disco de Rosalía podrá gustar más o menos, pero está tallado con el molde de 2022. Es un álbum, ese viejo concepto. Pero es su álbum menos álbum. Está compuesto por 18 canciones que apenas rebasan los tres minutos. Parece más una playlist. Cortes de efecto instantáneo. Píldoras. Carece de la coartada conceptual de los dos anteriores. Es más recreativo. Más volátil. Un enorme menú degustación. Y tiene colaboraciones, sí. Las justas. Pero suficientes para sumar tras una secuencia de featurings que alentaron la curiosidad durante los últimos dos años. Y un equipo de productores detrás que aúna experiencia y pulso actual: El Guincho, Pharrell Williams, Noah Goldstein…
Es mestizo. Un melting pot de sonidos, un revoltijo de identidades. El reflejo de lo que son nuestras sociedades. Hay reggaeton, cumbia, rumba, flamenco, trap, hyperpop, baladas, bachata, bolero, algo de jazz… un desafío a nuestro lapso de atención, cada día más jibarizado, más esclavo de la fugacidad. Es un disco perfecto para la era Tik Tok. Para el consumo de videos que duran segundos. Para el tiempo de los memes y las coreografías virales. Para la época de los sonidos y las identidades híbridas. El pop del futuro será mulato, heterogéneo, o no será, y eso lo saben hasta quienes se niegan a asumirlo en público.
Por tener, tiene hasta su propio lenguaje. Ya no solo porque motomami pase a ser desde ahora un palabro de uso común, sino por todos los términos y neologismos que surgen de los juegos de asociaciones de ideas en sus letras. Te podrán parecer más o menos ingeniosos, pero nadie duda que calarán entre el público. Como su propio logo. Seguro. La cifras de streaming tampoco engañan. Son mastodónticas. Tenemos Rosalía para rato. Y revuelo en el gallinero durante semanas. Carnaza para espíritus ociosos. Fijo. ¿Podría ser de otra forma? Diría que no. Y que ella misma (y no debe ser fácil) asume, asimila e incluso disfruta de la situación. Incluso le saca partido a nivel creativo.