Los formatos compiten unos con otros, y seguirá ocurriendo mientras la música sea música. Lo importante es disfrutarla. Y retribuirla.
Es como el juego del gato y el ratón. Uno supera al otro, y más de treinta años después, es el otro el que supera a uno. Además, los defensores de uno revisten (o quieren revestir) hechura romántica, mientras los otros optan por lo pragmático. Se dirá, no sin razón, que lo importante es seguir consumiendo música, disfrutando de ella, no importa el formato. Pero parece que las militancias que se adscriben a uno o a otro se resisten a disolverse.
Quienes no se conforman con escuchar sus canciones favoritas en plataformas de streaming, en aplicaciones de videos, en descargas digitales y a través de sus dispositivos móviles (o bien lo hacen pero necesitan también algo más), siguen optando por el vinilo y el CD, los dos vehículos clásicos.
La cinta de casete ha experimentado un ligero repunte, pero no deja de ser anecdótico, un capricho del do it yourself y la autogestión, un remanente de cierta filosofía underground, pese a que se nos dijo que en los EE.UU. perviviría porque son millones los coches que (a diferencia de lo que ocurre en Europa) aún mantienen reproductor de cinta junto a la guantera y los hijos de quienes los compraron no pueden permitirse adquirir uno nuevo. Nanai.
“Los CDs superaron por primera vez a los vinilos en 1988. Los vinilos le dieron la vuelta a la tortilla y volvieron a superar en ventas a los CDs en 2021, más de tres décadas después”.
Son los clásicos discos, más perdurables y resistentes, en todos los sentidos, quienes aguantan el chaparrón, ante las cada vez mayores posibilidades y filtros mediante los que acceder a melodías, riffs, estribillos, sinfonías. Y el precio sigue marcando cierta diferencia entre los negros y los dorados.
Los CDs superaron por primera vez a los vinilos en 1988. Los vinilos le dieron la vuelta a la tortilla y volvieron a superar en ventas a los CDs en 2021, más de treinta años después. Eso sí, en medio de un panorama notablemente distinto, con cifras que prácticamente podríamos considerar residuales frente a las de entonces. Y parece que hay sesgo generacional: la Z es más proclive al vinilo de lo que eran los millennials, según un estudio llevado a cabo en Reino Unido el año pasado.

Está por ver que esa tendencia se afiance en un futuro inmediato: las fábricas de vinilo están ahora prácticamente bloqueadas, atenazadas por la escasez, sus precios siguen al alza y muchas veces sus reediciones son auténticos saqueos al bolsillo del consumidor que no están realmente justificados. Las listas de espera se acumulan: cientos de compradores esperando su copia ante la demanda irresuelta por las fábricas.
Los románticos incurables siguen renegando del CD, pero hay imperativos prácticos que siguen pesando lo suyo. De hecho, cada vez son más los dispositivos que directamente convierten la música del vinilo al mp3. Pero ojo, porque también ocurre al contrario en este viaje de ida y vuelta entre ambos: acaba de inventarse un reproductor de vinilos que también graba directamente en vinilo desde un dispositivo digital a través de un cable USB. De locos. Ahora también cualquiera de nosotros podrá fabricar (teóricamente) su propio vinilo desde un mp3. Si es que las existencias de acetato responden, claro.
“Acaba de inventarse un reproductor de vinilos que también graba directamente en vinilo desde un dispositivo digital”.
Sea como sea, desde aquí abogamos por comprar música, en el formato que sea. Retribuir a los artistas. Devolverles parte de lo que nos han dado. El vinilo tiene una fisicidad especial, un sonido más denso, con una carga de profundidad de la que quizá carezca el CD, más allá de la cruda espontaneidad de ese rumor de fondo (como de huevos friéndose) que depara la aguja sobre cualquier impureza, y ofrece unas posibilidades gráficas que no tiene ningún otro formato, con portadas, artworks y enfoques que son auténticas obras de arte.
Pero el CD también depara una pulcritud de sonido, una variedad de matices, con todos y cada uno de los instrumentos perfectamente singularizados, una perfección (que puede echar para atrás a los más puristas) y unas ventajas prácticas (mando a distancia y cambio de pistas, mayor capacidad de almacenaje y transporte) que son innegables.
Será apasionante ver cómo se desarrolla esa pugna entre uno y otro formato por la primacía del mercado, por raquítico que sea, pero lo realmente esencial es que sigamos comprando discos, en negro o en dorado. O al menos que sigamos consumiendo música en cualquier modo que permita que el músico, el auténtico protagonista de todo esto, vea retribuida su obra.