Quienes sobrepasamos los cuarenta vivimos un tiempo con pocas regulaciones y fuimos testigos y protagonistas de conductas que hoy serían impensables.
Subir en una moto sin casco. Hacer autoestop en carreteras poco iluminadas. Montar -de críos- en un carrito de tela y con pocas sujeciones. Viajar en un coche sin cinturón de seguridad. Fumar en los garitos. Acudir a discotecas de buena mañana, al amanecer. Asistir a raves en descampados junto a la ciudad. Entrar en afters molestos para el vecindario.
Acudir a clases universitarias en las que el profesor bebe y fuma. Desbarrar en fiestas nocturnas que se celebraban en los halls de esas mismas universidades. Prolongar el desmadre al día siguiente en unas paellas universitarias. Continuar de subidón en esos bares de mala muerte que de día acogen a camioneros y currelas de la construcción y por la noche dispensan cubatas baratos para la chavalada que aún no sabe lo que es un botellón masivo, porque tampoco lo necesita.
Son cosas que todos los que tenemos una cierta edad hemos podido hacer alguna vez. Y cosas que nuestros hijos e hijas difícilmente harán. ¿Era mejor lo de antes? Pues ni mejor ni peor. Simplemente distinto. Pero cuántas cosas hemos vivido antes de que determinados aspectos de nuestra vida fueran reglados.
“Los periodos sin regulaciones son más inseguros, pero suelen ser los más divertidos”.
Los periodos sin regulaciones, eso sí, suelen ser los más divertidos. Seguramente no los mejores para mantener un cierto orden. Tampoco los más seguros. Pero sí los más imprevisibles. La cultura rave y la ruta Destroy nacieron de ellos, antes de morir por saturación y degradación. Algunos de los estilos musicales más longevos surgieron cuando nada estaba escrito.
Eran muchas las cosas que ocurrían cuando no existían las ZAS (zonas acústicamente saturadas), ni los terrenos medio ambientalmente protegidos ni muchas de las restricciones sanitarias que imperan desde hace un tiempo, agudizadas -como es lógico- por los rigores de una pandemia que ha contribuido a que nuestros paisajes urbanos sean cada vez más grises.
Era un asco llegar con la ropa apestando a tabaco un sábado por la noche, eso es cierto. O asistir a un concierto y ver a los músicos entre una molesta nebulosa. La nostalgia boba no tiene razón de ser. No todo era positivo.

Pero, como ocurría durante aquella época (finales de los ochenta y principios de los noventa) en la que los músicos atiborraban sus canciones de samplers de otros músicos sin siquiera pensar en el copyright, porque se había abierto una veda a la que nadie había pensado aún poner coto, quienes vivimos aquellos años con uso de razón gozábamos de una sensación de libertad que no volverá. Una continua barra libre en la que servirse. Y que no tiene nada que ver con la licencia de tomarse una cañas en una terraza o con el obtuso concepto de liberalismo que han manejado algunos, ojo.
Quizá vivimos mejor que nuestros padres, que sufrieron una infausta dictadura, pero también mejor que nuestros hijos, que viven en un presente hiperregulado, políticamente hipercorrecto y también hipermutilado en sus perspectivas laborales. Hay una sensación generalizada de que
“Como en la primera época del sampler en la música, los jóvenes de hace unas décadas teníamos una barra libre continua en muchos aspectos de la vida”.
La vida de quienes tienen ahora entre 15 y 30 años es mucho más segura que la nuestra. También es teóricamente más cómoda: las relaciones con sus semejantes, con sus amigos y sus parejas, ya no están tan condicionadas por la distancia. Bastan una pantalla y un teclado para gestionar cualquier operación, cualquier trámite. Un solo click para descubrir discografías enteras. Una sola app para ligar. Un solo emoticono para transmitir todo un estado de ánimo a alguien que les importe.
Pero a veces siento lástima por todo lo que se han perdido. Por todo lo que seguramente nuestros hijos también se pierdan. Y me pregunto si, en general, todas esas facilidades y los muchos avances de la tecnología hace que sean más felices de lo que éramos nosotros a su edad. Si tuviéramos que guiarnos solo por el tono de la música que facturan, o por los indicadores de salud mental, el interrogante cobra más sentido aún.