El tópico dice que el público hispano es más caliente que el resto, aunque eso se traduzca a veces en un ruido inoportuno para los músicos, que a su vez se divide entre una mayoría (foránea) que nos alaba y una minoría que nos denosta.
Si habéis asistido a algún concierto en una pequeña sala fuera de España, la imagen os resultará familiar: silencio casi sepulcral, con el público dirigiéndose de forma muy ocasional al oído de su compañero/a de bolo y los músicos de turno pudiendo escucharse perfectamente entre ellos. Ni rastro de cháchara. Ni siquiera en las barras. Ni siquiera entre canción y canción. Nadie que te cuente (a ti a al resto de congéneres situados en cuatro metros a la redonda) cómo le ha ido el fin de semana, o qué planes tiene para este próximo verano.
Me ocurrió hace unos días en una sala de conciertos de Amberes, mientras veía a los británicos King Hannah y a la belga Camille Camille. Me ocurrió también una de las últimas veces en que asistí a un concierto de esas características, Jens Lekman en una sala de París.
Quizá tenga algo que ver con la latitud, con eso de que el frío es inversamente proporcional a ese molesto runrun ambiental que se confunde a veces con un entusiasmo desmedido. Y que nos es exactamente lo mismo. Quizá sea también una cuestión de educación. O de respeto por el trabajo de quienes están sobre el escenario.
El caso es que, como espectador, lo agradecí profundamente. Lo viví como si estuviera en un oasis, aunque solo fuera por la falta de costumbre. Hasta Hannah Merrick, la vocalista de King Hannah, se mostró gratamente sorprendida por el respeto casi mortuorio con el que eran acogidos los narcóticos crescendos de su banda, en la que era su primera visita a la capital de Flandes. Y eso no le impidió reconocer a la de Liverpool que se enfrentaba a un gran público: atento mientras sonaba la música y dejándose las palmas de las manos cuando cesaba.

No me gustaría pecar de papanatas que denosta lo propio y enaltece lo foráneo por sistema, eso que la RAE recoge como endofobia. En absoluto. De hecho, son decenas los músicos extranjeros que me han confesado en los últimos años estar encantados con la calidez del público español. Tal afirmación puede ser acogida como algo que se dice a beneficio de inventario, una coletilla que puede ser repetida en cualquier país como socorrido comodín bienqueda en cualquier entrevista, pero (por la franqueza que irradia) no lo parece. Arcade Fire y !!! (chk chk chk) han sido los últimos. Sonaban sinceros.
Pero también hubo quienes, como Jeff Tweedy (en solitario), Perry Blake o Richard Hawley (por solo mencionar tres que recuerde), se quejaron amargamente cuando algunos de los momentos más delicados o íntimos de sus conciertos españoles fueron inoportunamente interferidos por el indisimulado palique del personal. Digamos que son las músicas de tacto acústico o sigiloso las que más perjudicadas salen cuando topan con un entorno que muchos entienden presto a la jarana, porque otra cosa muy distinta es un auditorio de butacas y en penumbra: hay que cómo nos impone por aquí el recinto, según su disposición. O también cómo muchos de los amigos, colegas y familiares que acuden a la presentación del disco de un músico arruinan la noche porque se lo toman como un acto social, como quien acude a una inauguración de una taberna con canapés y barra libre.
“Las músicas de tacto acústico o sigiloso son las que más perjudicadas salen cuando se topan con nuestra propensión a la jarana”
Volviendo al punto de partida y al titular de este texto: ¿es más respetuoso el público del resto de Europa que nosotros? Pues según como se mire, según el tipo de música y según no pocos factores culturales. Que tampoco el público británico que acude a algunos de nuestros festivales (pienso en quienes rellenaban sus cubalitros con su propio orín y lo arrojaban sobre la muchedumbre) es precisamente un ejemplo de civismo.
Eso sí: qué gusto cuando uno acude a una de esas salas perdidas por Europa y se topa, cerveza en mano, con ese silencio reverencial que le permite distinguir todos y cada uno de los instrumentos, matices y desarrollos de un concierto, casi como si pudiera sentir la propia respiración del músico. Aunque solo sea por lo inusual.