Los premios del cine español brindaron un reparto equitativo para una de las mejores cosechas de los últimos años, pero también un espectáculo incoherente y falto de ritmo.
Lo advertíamos hace justo un año: hacía algún tiempo que ser el conductor de la gala de los Goya se había convertido en un deporte de riesgo. En el blanco de todas las críticas, especialmente en las redes sociales. Igual da que fueran Dani Rovira o Andreu Buenafente. Era como ser candidato por España a Eurovisión. Un puesto a los pies de los caballos.
Haciendo de la necesidad virtud, la entrega cibernética del año pasado fue un dechado de concisión. El papel de Antonio Banderas y María Casado queda ahora como un recuerdo más que digno. Los discursos de los premiados desde sus casas, un ejercicio de síntesis. Un ahorro de palabrería, sobre todo respecto a lo que se estila. Cobra mayor dimensión tras lo visto el sábado.
«El ejercicio de concisión de la gala confinada del año pasado es un recuerdo más que digno, que cobra aún mayor dimensión tras lo visto el sábado».
La ceremonia del pasado sábado en València fue un gozoso reencuentro de los principales agentes del cine español tras un tiempo de penosas restricciones, en medio de un ambiente de entusiasmo en las calles (ojalá se traduzca en asistencia a las salas), pero también una vuelta a las andadas de esos espectáculos excesivamente largos, prolijos en anécdotas insustanciales, faltos de ritmo y sin guardar un sentido del show televisivo como algo que enganche al espectador durante tres horas.
Una lástima que así fuera, porque el reparto de cabezones fue de lo más cabal y sensato. La magnífica El buen patrón (Fernando León de Aranoa) se llevó los más importantes premios sin necesidad de avasallar, 6 sobre 17 nominaciones, mientras que películas teóricamente menores, que parecían destinadas a ser meras convidadas de piedra, vieron su notable trabajo muy bien reconocido: cuatro para Las leyes de la frontera (Daniel Monzón), tres para Mediterráneo (Marc Barrena) y dos para Libertad (Clara Roquet), sin olvidarnos de los tres también de Maixabel (Icial Bollaín). Llamó la atención el vacío para Madres paralelas (Pedro Almodóvar), candidata al Óscar.

Más que un café para todos, fue un sensato reparto equitativo que tuvo a bien reconocer una de las mejores añadas cinematográficas de los últimos tiempos. Y en la que solo se echó en falta (aunque esto ya venía desde las mismas nominaciones) algo de eco para la injustamente olvidada El amor en su lugar (Rodrigo Cortés), quizá por plasmar una trama anclada en una realidad lejana, la de gueto de Varsovia durante la Segunda Guerra Mundial.
Una realidad tan lejana, en cualquier caso, a la que nos puede suponer el cine de Cate Blanchett, recibida al más puro estilo Bienvenido Mr. Marshall para recoger el primer premio de la nueva categoría internacional, en un discurso que fue un ejercicio de colegueo autorreferencial entre ella, Almodóvar y Penélope Cruz.
«Los números musicales volvieron a hacer aguas, y la valencianía del acto prácticamente se limitó a montar un bonito marco».
Puede entenderse como un tributo involuntario a la memoria de Luis García Berlanga, cuya presencia en el acto distó mucho de ser transversal, al igual que la escasa valencianía de una gala que, más allá de la imponente estampa del Palau de les Arts, de su show pirotécnico, del premio «de categoría» que compartió Arturo Valls y de las loas a las paellas que se debieron meter entre pecho y espalda los premiados y nominados, apenas logró irradiar un solo guiño a la mermada industria escénica autóctona o a su condición de capital mundial del diseño. Per a ofrenar noves glòries a Espanya, que dice su himno. Es decir, para montar un bonito escenario cuyos protagonistas casi nunca son valencianos. Y así en todo.
Mención aparte, como casi siempre, para la mayoría de números musicales, generalmente desangelados. Volvieron a hacer aguas. Tanto para la alborotada «Libre» de Jedet, Bebe y Ángela como para el dueto de Elisa Payés y C. Tangana, una estupenda idea sobre el papel que reveló poca química en escena. Algo mejor parados salieron Sabina y Luz Casal, aunque -sin duda- lo que más hubiera lucido es ver a María José Llergo interpretando la canción por la que recogió su Goya.
Lo mejor fue, como era de esperar, el lúcido, consecuente y humilde discurso de José Sacristán. Una leyenda y un ejemplo, a sus envidiables 84 años.