
Consumimos – y creamos – música a través de muchos más filtros que antes, pero ni el beneficio económico está más repartido ni nos elaboramos un menú estilísticamente más diverso.
Nuevos hábitos, viejos dilemas. Nuevos canales, viejos problemas. La música está más presente que nunca en nuestras vidas. La tenemos al alcance de un click. Toda la música del mundo. De forma gratuita. En nuestra tele, en nuestro móvil, en nuestra tablet, en nuestro PC. Pero, ¿hacemos un consumo más diverso y rico que cuando el acceso era mucho más complicado? Y, sobre todo, ¿pueden los músicos, los auténticos protagonistas de todo este tinglado, vivir de su trabajo? Haríamos bien en preguntarnos todo esto.
En un interesantísimo y muy acertado artículo, el músico y periodista catalán Edi Pou se preguntaba hace unos días si tenía sentido seguir jugando al do it yourself, esa etiqueta que, en los albores del punk y del primer indie, indicaba que alguien podía hacer la guerra por su cuenta sin depender de las discográficas tradicionales ni de los grandes sellos multinacionales ni de los canales de comunicación más convencionales y acomodaticios. Y planteaba que, al igual que el indie tal y como lo conocimos en origen ha dejado de tener sentido hasta ser hoy en día un etiquetaje meramente estético y vacío de contenido, también el hazlo tú mismo es hoy en día una necesidad del músico, y no una opción. No le queda otra, en general, que hacérselo por su cuenta.
Sí, es cierto que hay quienes llegan al gran público desde la autogestión, véase el caso reciente de Zahara en los últimos años, pero incluso ella tuvo como primer trampolín a esa gran discográfica (Universal) a la que ahora critica – con razón – en una de las canciones de su último disco. C. Tangana, por ejemplo, cuenta con el enorme aparato promocional de Sony.
También hay quien accedió desde muy pronto a grandes audiencias gestionando todo por su cuenta, como Vetusta Morla, pero no dejan de ser una de las puntualísimas excepciones. Tenemos todas las músicas a nuestro alcance, pero no es que los filtros a través de los que nos llega sean mucho más diversos que antes: Spotify, algo de Bandcamp o Deezer y las redes sociales. Y el socorrido boca-oreja, algo tan viejo como la propia música.

Como consumidores, somos más libres que nunca. Como creadores, los músicos también lo son. No necesitan una banda. Ni siquiera unos conocimientos técnicos muy sofisticados, porque los programas de software ya permiten que cualquiera desde su casa componga, produzca y luego publique – a través de Bandcamp, Spotify y las redes sociales – su propio trabajo, y que este pueda llegar al confín más lejano del planeta. Pero el retorno que el músico obtiene por su inversión en tiempo e incluso en dinero (campaña de prensa, realización de videoclips, planificación de giras, si es que la hay) es misérrimo en comparación, si tenemos en cuenta lo que las plataformas de streaming le retribuyen por reproducción. Salvo que hablemos de las grandes estrellas, claro, esas que operan en otra liga.
La pandemia ha agrandado, además, la brecha entre los músicos modestos, los de infraestructura precaria, y los que forman parte de la élite. Y en nuestro país, con los festivales de cartelería clónica a punto de activarse en su intento de recuperar el tiempo perdido, más aún. Los que no aparecían en ellos, seguirán sin aparecer, y los que ya lo hacían, lo harán por partida doble tras año y medio de obligado barbecho. Los tendremos hasta en la sopa.
Sabiendo todo esto, resulta aún sorprendente que haya tanta gente haciendo música al mismo tiempo en tantos lugares del globo. Y tan buena, en muchos casos. De tanta calidad. Servidor ya ha tenido la ocasión de ver cómo muchos tiraban la toalla por el camino, cansados de que sus canciones no obtuvieran la repercusión merecida, agotados tras remar contra viento y marea. Tampoco todos los ecosistemas creativos son igual de acogedores: no es igual intentar medrar desde una pequeña capital de provincia (no digamos ya un pueblo) que desde una gran ciudad. Por muy buena que sea su conexión de fibra óptica.
Aún resulta sorprendente que haya tanta gente haciendo música al mismo tiempo y en tantos lugares del globo.
Nos pensamos que todo lo que concierne a la música popular es hoy en día más horizontal y menos vertical, sin darnos cuenta de que posiblemente estemos equivocados. Al igual que eso de la democratización de la información y el periodismo ciudadano es un bonito cuento que acaba por menoscabar la noble tarea de informar con solvencia y profesionalidad, porque acaba igualando fuentes fiables y de referencia con expertos del chismorreo y las realidades alternativas (fake news), también la democratización de la música, tanto en su faceta de creación como de consumo, tiene sus perversiones.
¿Hay música tan excitante como antes? ¿Incluso más? Sin duda. Pero al final, son tres o cuatro empresas, grandes corporaciones, las que se siguen llevando la mayor parte del pastel. Cambian los nombres, pera no la cuestión de fondo. Los consumos de nicho siguen compartimentando al público con la misma determinación que en la lejana época de las tribus urbanas, hace más de tres décadas. Y hacer que la música sea algo más que un hobby, un trabajo full time al que dedicar nuestro tiempo, es – cada vez más – una tarea titánica. Incluso aunque uno se dedique a formar parte de una socorrida banda de tributo.