Cuando se suspende definitivamente un concierto o un festival sin razones evidentes, casi nunca se explica la causa real por parte de los promotores. Impera la imagen, aunque el público siempre salga perdiendo.
“Imprevistos y problemas en la producción técnica”. “No podemos garantizar el evento bajo las condiciones necesarias para el buen desarrollo del mismo”. Son dos de las últimas explicaciones que han dado las compañías promotoras de dos eventos (un concierto y un festival) cancelados esta misma semana en nuestro país. Curiosamente, en dos recintos en los que hace semanas que se celebran citas musicales de todo signo, y en los que se seguirán celebrando durante todo el verano. ¿Alguien da crédito a explicaciones tan vaporosas, por no decir inverosímiles?
No importa la ciudad, ni el artista, ni el festival ni el promotor, porque es algo generalizado. No se trata de señalar a nadie, porque en este asunto los promotores son más o menos indistinguibles. Y no solo ellos. Son un reflejo de esta sociedad, que no acepta aquello que una vez dijo alguien tan sabio e instruido como Samuel Beckett: “hay que aprender a fracasar mejor”. Dos de los músicos con quienes hemos podido hablar en los últimos meses (Elvis Costello y Jorge Martí, de La Habitación Roja) nos mencionaron la frase. Y tratan de aplicársela. Todos deberíamos aplicárnosla.
Los periodistas, sin duda. Algunos ya lo hacen. A diario. Los músicos, también. De hecho, suelen encajar bien el ejercicio de la crítica sobre su trabajo, aunque siempre haya alguna excepción, incluso entre quienes son veteranos y célebres. Entienden que forma parte de su actividad. Y desde luego, los promotores de música en directo, que en nuestro país han alcanzado un grado de profesionalidad (a todos los niveles) que casa muy mal, sin embargo, con la aceptación de un hecho irrebatible: que a veces también se equivocan. Como todo el mundo. Pasaron las de Caín durante la pandemia, abandonados a su suerte durante meses. Pero la transparencia a la hora de comunicarse con el público (su público) sigue sin figurar entre sus principios rectores. En general. Desde que cundió la moda de contar asistentes a festivales multiplicando por tres o por cuatro las cifras diarias (una persona que asiste tres días seguidos a un festival es una persona, no son tres), las cosas no han ido precisamente a mejor.
A bote pronto, recordamos un concierto en nuestra ciudad (Pulseprogramming, aquel grupo indietrónico de Portland) que se canceló porque solo había vendido cinco o seis entradas. Quizá su promotor no lo dijera, pero se convirtió en vox populi. Fue hace casi veinte años. Al final, todo se acaba sabiendo. Pero nadie quiere reconocer que ha vendido tan pocos tickets como para no poder celebrar un concierto o un festival, so pena de un quebranto económico mucho mayor. Al igual que nadie quiere reconocer que a la presentación de su libro han ido cuatro gatos (hace unos días rulaba un anuncio de una editorial que pagaba directamente a gente anónima por acudir), o que a su charla o a su sesión de DJ no han ido ni sus amigos y familiares. Ni Crusty, vaya.
Como nos decía Anna Andreu hace unos días en una interesante entrevista, solo mostramos en público nuestro mejor perfil. Si los timelines de nuestras redes sociales fueran un fiel reflejo de la realidad, cualquiera diría que vivimos en una Arcadia feliz. En una utopía surcada por unicornios de colores. El fracaso, el error, la equivocación, el caerse para luego levantarse (seguramente con más fuerza), no son opciones en esta sociedad que entre todos vamos creando. Y en consecuencia, cuando un promotor programa un evento que no recaba tirón entre el público, la culpa siempre es de los demás. Nunca es un error al identificar su target, al ubicarlo en una fecha poco adecuada o al situarlo en un calendario saturado. La culpa siempre es de las instituciones, de los inversores, de los managers.
Si hacemos el sencillo ejercicio de colocarnos en el lugar de todos esos usuarios que se ven el desagradable brete de pedir la devolución de su entrada ante la cancelación de una de estas citas, es más que comprensible que explicaciones tan vagas (como las que reciben en comunicados y redes sociales) les cabreen. Quizá sería mejor un ejercicio de transparencia, y simplemente reconocer que no han vendido las suficientes entradas como para que el concierto, el ciclo o el festival resulte rentable. El público lo entendería. Lo aceptaría de mejor grado. Pero nadie está dispuesto a asumir el coste en imagen (y el desprestigio) que eso representa en este mundo, presidido por la apariencia y la (muchas veces falsa) divisa del éxito a toda costa.