La euforia desbordada por el retorno a la normalidad de las grandes citas en directo no debería hacernos olvidar el trabajo necesario de las pequeñas salas, amenazadas tras una pandemia que acelera desigualdades previas.
Nos hemos pasado tanto tiempo sin música en vivo que ahora mismo nos debatimos entre la incredulidad y el ansia. No ha sido exactamente una progresión, sino más bien una eclosión que se adivinaba desde hace tiempo. Una explosión calculada, teniendo en cuenta los abonos y las entradas que estaban pendientes de amortizarse desde 2020, porque el porcentaje de devoluciones ha sido escasísimo. El público ha demostrado una adhesión a prueba de bombas. Señal de que pocas cosas unen más, y sirven como elemento socializador, que la música.
Ocurre en los grandes festivales y en las grandes citas, también ocurre en conciertos de mediano aforo, y quizá esa fidelidad del público no sea tan fiable en el circuito de salas de pequeño aforo. Las escenas de emoción, de gozoso reencuentro con la música en directo han sido una constante a lo largo de las últimas semanas.
El Primavera Sound reventando todos sus récords de asistencia, el Sónar rozando su propio mejor índice, el de su 25 aniversario en 2018, el Azkena Rock superándose a sí mismo y estableciendo su nuevo techo, Les Arts haciendo de nuevo inservibles sus taquillas de venta directa ante un sold out anunciado e incluso los Rolling Stones manteniendo una respuesta entusiasta de parte de su público, aunque (eso también) sin llegar a agotar el papel como en otras ocasiones.
Dicen que cuesta muy poco acostumbrarse a lo bueno, y da la sensación de que la pandemia ya solo sea una lejana pesadilla para la industria de la música, más necesitada que nunca de los ingresos del directo ante las ínfimas ventas de discos y la racanería de las plataformas de streaming. Lejos quedan ya, por suerte, aquellas movilizaciones del sector, reflejadas en las redes sociales con aquel círculo rojo que servía para rodear nuestras fotos de perfil y reivindicar un papel casi siempre soslayado. El golpe fue duro, pero no tanto como para que el batacazo fuera irresoluble.

El rock, la electrónica, el hip hop, los sonidos urbanos y de vanguardia, el mestizaje… todos están gozando del alborozo de sus respectivos públicos. También las salas están registrando buenos índices de asistencia en esta recuperación que circula a velocidad de crucero, pero no todas tienen un panorama tan halagüeño ante sí. Muchas, sobre todo las de menor aforo, se están viendo obligadas a suspender conciertos por falta de venta. Hace más de una década que se habla de la supuesta burbuja festivalera, pero la que en realidad podría estar al borde del pinchazo es la del circuito de pequeñas salas, que en realidad tiene poco de burbuja y sí mucho de trabajo diario y constante, pico y pala. Sin desmerecer iniciativas mayores, por supuesto.
Hace unos días el presentador de La Sexta Iñaki López animaba al público que levitaba con los Rolling Stones a no olvidarse de todos aquellos músicos cercanos, frecuentemente tildados de “locales” con cierto retintín peyorativo, que pueblan nuestras salas pequeñas. Es cierto que una cosa no quita la otra, y que es perfectamente compatible asistir a un concierto entre 50.000 personas para, un par de días después, acudir a una pequeña sala. Pero su reflexión entraña una enorme dosis de razón: el problema que corremos es que la pandemia, como elemento acelerador de tendencias que ya llevaban tiempo flotando en el aire en febrero de 2020, agudice ahora las desigualdades y favorezca la concentración empresarial que se vive en muchos otros ámbitos.
Cada vez más música en vivo, pero cada vez en menos manos. Las salas no dejan de ser el vivero del que se alimentan las alineaciones de cualquier festival. Prácticamente ninguna empieza a lo grande, en términos de público. Celebremos el retorno a esa normalidad recuperada que parecía no volver nunca, por supuesto, más aún teniendo en cuenta que nuestro país tiene unas cualidades más que propicias para potenciar los festivales como un gran foco de atracción turístico (buen clima, buenos precios, buenas comunicaciones y buenos profesionales), pero hagámoslo sin olvidarnos del trabajo de base, siempre tan necesario, que pregonan las salas.