La retirada de Luna Ki de la previa de Eurovisión por la prohibición de utilizar auto-tune, procesador de voz no precisamente nuevo, resalta otra vez su condición de chivo expiatorio.
“La culpa de todo, la tiene Yoko Ono”. Lo cantaban Def Con Dos hace nade menos que 27 años. En 1995. Justo tres años después, en 1998, se publicaba el primer gran hit mundial sobre cuya voz el auto-tune causaba estragos. Era el “Believe”, de Cher. Desde entonces, la culpa de todo la tiene el auto-tune. Es la diana más visibles de quienes no soportan el trap, ni el reggaeton ni las mutaciones urban.
El festival de Eurovisión forma también parte de la cruzada. Quizá podría haberse colocado en sintonía con los tiempos. Pero no. Más de dos décadas después de haberse convertido en una herramienta plenamente normalizada en el pop internacional de consumo, el certamen europeo de la canción sigue sin permitir el concurso de canciones que lo utilicen. Como si las canciones de sus participantes y su escenificación fueran un modelo de austeridad, elegancia o contención expresiva.
“Luna Ki considera el “auto-tune” inherente a su propuesta, y en eso es plenamente consecuente”.
La última víctima ha sido la cantante Luna Ki, quien es noticia ahora mismo por su retirada del Benidorm Fest, que se celebra el próximo fin de semana para elegir a quien representará a España en Turín el próximo 14 de mayo.
Luna Ki, cubana de 22 años afincada en Barcelona, ha dicho que el auto-tune forma parte indispensable de su propuesta. Y en buena lógica, se retira. El instrumento fue creado como una herramienta para distorsionar la voz, casi siempre con fines estéticos. Pero en su caso, al identificarse como artista no binaria, también son éticos. Nos podrá gustar más o menos lo que nos propone, podremos compartir o no su ideario musical y sus trazas, pero su decisión es plenamente consecuente. Nadie lo puede negar.

La sobre utilización del auto-tune ha inspirado abundantes parodias, pero se suele obviar que no deja de ser un instrumento que genera interesantes posibilidades que van más allá del mero retoque cosmético para voces, digamos, poco ortodoxas: en un momento como el que vivimos, en el que el desdoble de las personalidades y el cuestionamiento de los límites tradicionales de género es tan palpable, el auto-tune puede también erigirse en una forma de reflejar esa complejidad a través de la música pop.
Hasta grupos de tanto pedigrí indie rock como Lambchop han utilizado procesadores de voz muy similares, como una forma de renovar su lenguaje y desmarcarse de su sombra. Por no hablar del vocoder, artefacto muy similar, capaz de robotizar la voz humana, cuya implantación masiva data de principios de los años setenta y fue clave en el desarrollo de estilos como la música disco, y que siempre ha escapado a la demonización que persigue al auto-tune desde hace años.
“Lo toleramos si lo esgrime Daft Punk, pero lo aborrecemos si lo usa Yung Beef o La Zowi”.
A veces da la sensación de que el auto-tune es una simple excusa para lapidar aquello que no nos gusta, Lo toleramos y hasta lo bailamos si lo esgrimen Daft Punk, pero lo ridiculizamos su quien lo usa es Yung Beef o La Zowi. Ya sabemos que la voz tiene un elemento protagónico esencial en la música popular, pero son los argumentos musicales, en su conjunto, los que deberían servir para valorar a un artista, y no si utiliza un auto-tune, una zanfona israelí o una gaita de boto aragonesa.
El auto-tune lleva dos décadas integrado con naturalidad en música de éxito y también minoritarias, pero sigue sin tener quien le escriba, como le pasaba al coronel de la novela de García Márquez. O al menos quien le escriba en términos calurosos. Se le tiende a identificar con lo más prefabricado, obtuso y artificioso de la música pop, pero al hacerlo no se tiene en cuenta que el concepto de autenticidad aplicado a esa música ha dejado de tener el valor que tenía. Es algo caduco. Como debería serlo la marginación del aparatejo.