Cada año rebrota la controversia acerca de los recuentos que medios de todo pelaje publican con los mejores discos, libros, cómics o películas.
Se entiende el hartazgo. De un tiempo a esta parte, es imposible asimilar siquiera una parte infinitesimal de esas listas de lo mejor del año que publican los medios, ya sean estos especializados o generalistas, digitales o tradicionales, cabeceras señeras o webzines. Lo que una vez fue tendencia, ahora es omnipresente cantinela. Prácticamente nadie escapa a ello. Y no hay quien digiera tal avalancha de referencias, de números, de posiciones. Que levante la mano quien no tenga su propia lista. Que la levante también quien no lea ninguna.
Hay quienes dicen que el arte no debe entender de competiciones. Que los fríos números no son la herramienta adecuada para trazar una jerarquía entre todos los trabajos que se han editado a lo largo de doce meses. Entre otras cosas, porque cuando hablamos de música popular, lo hacemos también de emociones. Y eso es algo que radica en la subjetividad de cada cual. Y ahí no hay clasificaciones que valgan. Es el imperio de lo relativo. Al menos, así puede ser visto.
Las listas avivan las suspicacias, sobre todo entre aquellos que rara vez las engrosan. Alimentan el ego de quienes sí abultan sus clasificaciones con su obra, y bien que hacen en blandirlas como argumento de calidad. Quienes más agotados están de todo esto, ya claman por hacer una lista de las mejores y peores listas publicadas. La metalista, vaya.
Tampoco escasean los músicos que se revuelven argumentando que lo que habría que hacer es una lista con los mejores y peores periodistas. Incluso hay quien se gana unos cuantos likes cada fin de año, combinando su habitual afán de ave carroñera con el espíritu de Mr. Scrooge, redactando esa lista de los peores discos del año de la que ni siquiera sus autores, músicos de renombre internacional, van a tener el más remoto conocimiento ni interés.
«Las listas avivan las suspicacias, sobre todo entre aquellos que rara vez las engrosan».
Es tan abundante la propia casuística de las listas, su ingente e inabordable taxonomía, que se ha convertido ya en una especie de subgénero periodístico que invita a la compasión. Por quienes tienen que hacerlas, vaya. Y no solo periodístico: es tan fácil que cualquiera puede publicar una aunque carezca de criterio y pluma. Quizá llegue el día en que recemos un réquiem en memoria de las listas de lo mejor de, porque habrán muerto de éxito. O más bien de saturación.
Pero mientras tanto, qué queréis que os digamos: las listas de lo mejor del año siguen siendo una herramienta fácil y muy útil para descubrir aquel disco, aquel libro, aquella película o aquella serie que nos pasó completamente inadvertida en su momento, por la sencilla razón de que es esencialmente imposible llegar a abarcarlo todo en este presente culturalmente hiperestimulado en el que vivimos, en el que (además) cada vez es más fácil elaborar y publicar cualquier obra de la naturaleza que sea.
«Las listas de lo mejor del año siguen siendo una herramienta fácil y muy útil para descubrir aquel disco, aquel libro, aquella película o aquella serie que nos pasó completamente inadvertida en su momento».
Son también eficaces para recordar la importancia que aquel trabajo tuvo en su día, y que o bien no supimos apreciar o bien no logramos conectar emocionalmente con sus claves. Con lo que, si eso fuera así (como en el segundo caso), nunca está de más trabajarnos la empatía con raseros ajenos que puedan ampliar el horizonte de nuestros (pre) juicios.
Las listas, pasatiempo favorito de quienes viven bajo el síndrome de los personajes de Alta Fidelidad (Nick Hornby, 1995), siguen haciendo su trabajo. Solo se trata de digerirlas con mesura y no depositar en ellas la misma confianza que el devoto encomienda a las sagradas escrituras. Que no lo son, por muy nutritivas que resulten. Ni de lejos.