
Llegará el caos nuclear, a lo lejos sonará el rumor de un violonchelo y un bendito loco escribirá sobre ello, aunque no le dé para pagar el alquiler del cementerio.
Siempre ha habido, hay y habrá música. Y siempre ha habido, hay y habrá gente -mucha gente, en realidad- dispuesta a dejarse seducir por la que es, desde mediados del siglo XX, la más popular de las artes. Para ello la difusión de esta resulta vital.
La prensa musical ha ayudado a aupar y consolidar carreras de bandas y artistas que nos ayudaron a entender el mundo –o al menos a entender por qué no lo entendíamos–, además de difundir cultura, formar opinión y generar espíritu crítico.
Pero, como ocurre con todo, los cambios sociales siempre provocan nuevos modelos y conductas. Y en los últimos 20 años, desde la normalización del uso de internet, estos han sido tan radicales que han acabado conformando a su vez nuevos modos de comunicación. Pregunta: ¿Está en crisis la crítica musical? Respuesta: Sí.
Pero no solo a causa de la digitalización del universo. Hay también un componente de suicidio colectivo, nada romántico, basado en dejar de ser un referente de calidad para caer en el grave error de “copiar lo nuevo para estar al día”.
Hay en la prensa musical un componente de suicidio colectivo, nada romántico, basado en dejar de ser un referente de calidad para caer en el grave error de “copiar lo nuevo para estar al día”.
Atrás quedaron los tiempos de gloria del papel, cuando publicaciones como las británicas New Musical Express o Melody Maker superaban los 250.000 ejemplares (¡a la semana!), la francesa Rock & Folk alcanzaba los 180.000 mensuales o Rolling Stone se convertía en la voz del movimiento hippie norteamericano en los 60 y 70.
En España nunca nos acercamos a cotas parecidas, con Rockdelux como máximo referente de la modernidad (no solo) sonora y tiradas que pocas veces se acercaron a los 50.000 ejemplares. Hoy sobrevive en formato digital, igual que otras como Mondosonoro o Efe Eme, con Ruta 66 como último mohicano del papel. El relevo de aquellas glorias –alguna como NME aún vigente vía web– lo acaparan las digitales Pitchfork (casi tres millones de visitas únicas mensuales) o The Fader (en torno al millón).

Incluso los periódicos generalistas españoles se lanzaron en los noventa a crear sus propios suplementos culturales, con la música popular como principal atractivo. La crisis de la industria, la del propio periodismo, la económica y con ella la social, han acabado por relegar, cuando no directamente suprimir, a la música de los diarios. Un empobrecimiento nada extraño: la cultura queda preciosa a la hora de salir en la foto, pero es siempre la primera víctima cuando la tijera aparece en escena, con la música como ariete. Craso error: mucha gente no se suscribe a periódicos para leer lo que ya está en las redes, sino para disfrutar de buenos textos especializados.
La cultura queda preciosa a la hora de salir en la foto, pero es siempre la primera víctima cuando la tijera aparece en escena, con la música como ariete.
¿Pero es todo culpa del signo de los tiempos, de ese turbocapitalismo que deja a Atila en mantillas? No echemos balones fuera. En estos tiempos de escuchas rápidas, en esta jungla de novedades continuas, blogs de copia/pega y homogeneidad desesperante – ya saben, listas de reproducción según tus escuchas previas, el odioso “te gustará si te gusta”, etc –, la crítica, la buena crítica, debiera ser el factor diferencial. El valor añadido. Lo que hará que el lector busque la referencia, ya sea en papel, en digital o en clave morse.
Pero claro, para eso hace falta relato, buena prosa, capacidad para expresar con encanto y precisión lo acontecido en un disco o concierto – el castellano es el idioma más complejo y por tanto óptimo para ello– y, por encima de todo, credibilidad. Una credibilidad que nunca se obtiene desde la mansedumbre de la “crítica” actual, en la que todo es bello, lindo, soleado y maravilloso. Miren cualquier publicación, es así.
La credibilidad nunca se obtiene desde la mansedumbre de la “crítica” actual, en la que todo es bello, lindo, soleado y maravilloso.
Recordemos el affaire entre el periodista Nando Cruz y el festival Primavera Sound a cuenta de unas críticas del primero en El Confidencial, que tuvieron que ser validadas por el Consell de la Informació de Catalunya (CIC) ¿Para qué hacer enfadar a artistas, managers, agencias, discográficas, festivales y fans –terribles a menudo en twitter– cuando uno puede colocarse el cristal rosa del todo el mundo es bello y así obtener palmaditas y likes? Pues precisamente para que la crítica justifique su nombre y sea lo que nunca debió dejar de ser. Para que la honestidad y la credibilidad sean valores que jamás dejen de cotizar.
La música siempre estará ahí, seguirá viva y su difusión seguirá siendo importante porque pocas cosas definen tan bien la sociedad de cada época. Una cosa es la noticia, que no deja de ser necesaria, y otra el análisis, la crítica. Esta debe ser un arte noble, narrado con pluma concisa, coherente, audaz y certera. Llegará el caos nuclear, a lo lejos sonará el rumor de un violonchelo y un bendito loco escribirá sobre ello. Aunque no le dé para pagar el alquiler del cementerio.