Se publica en castellano Un chaval del barrio, la deslenguada y jugosa autobiografía del líder de Primal Scream, un tipo nacido para ser estrella del rock and roll.
Alguien dijo una vez sobre Primal Scream que son como el McDonalds del rock, un producto de usar y tirar que siempre suena tal y como su productor de turno les dice que deben sonar. Una banda veleta, sin personalidad propia. Fue Colin Newman, de Wire. Y aunque la descripción es desproporcionada y poco ecuánime, algo de verdad encierra. Hasta la exageración más grotesca alberga su pequeño destello de realidad.
Digo esto porque la autobiografía de su líder, Bobby Gillespie (Glasgow, 1962), es el retrato más fiel de ese carácter. El testimonio de un tipo que nació para ser una estrella del rock and roll (la alternativa era morir estrellado) porque siempre fue sobrado de actitud, una vasta cultura pop y una sagacidad extrema para casar las enseñanzas clásicas del género con el zeitgeist de principios de los noventa y principios de los 2000. Dos momentos indiscutibles, junto a otros en los que también irradió el genuino bombeo del rock desde un prisma más tradicional pero igualmente creíble. Pero es también un músico plenamente consciente de sus limitaciones, de sus inseguridades y de sus puntos débiles. En absoluto un genio. Nunca. Sí un artista muy inteligente. Hábil a la hora de saber rodearse de la gente adecuada.
“Bobby Gillespie tuvo siempre claro que su destino era ser una estrella del rock porque la alternativa hubiera sido morir estrellado”.
Un chaval del barrio (Contra, 2022), recién publicado en castellano (traduce Ibon Errazkin) sobre el original que vio la luz hace menos de un año en Reino Unido como Tenement Kid (White Rabbitt, 2021), es su gran relato vital. Abarca desde su nacimiento hasta septiembre de 1991, justo hasta el día en que se publicaban Screamadelica (Creation, 1991) de Primal Scream y Nevermind (Geffen, 1991) de Nirvana. El día en que comenzaron musicalmente los años noventa, explica con tino. No le falta razón.
El libro es un apasionante viaje por su infancia en un gris y hostil barrio del Glasgow de la posguerra, una adolescencia viviendo de cerca el estallido del glam rock y del punk como experiencias transformadoras sin billete de vuelta y unos años ochenta durante los que Primal Scream y The Jesus and Mary Chain, las dos bandas en las que militó, representaban justo todo lo contrario que las listas de éxitos y los videoclips del momento: aunque ahora pueda sonar a ciencia ficción, ni The Velvet Underground ni The Byrds eran grupos a los que reivindicase mucha gente hasta mediados de aquella década, y tanto el grupo de los hermanos Reid (en el caso de los primeros) como el proyecto que siempre lideró Bobby (en el caso de los segundos) defendían un esencialismo pop que nada tenía que ver con las hombreras, el maquillaje de colores, los tintes de pelo o los sintetizadores estridentes. Sí, era el indie cuando aún tenía pleno sentido. Cuando era de verdad indie.

Dice Gillespie que la música inglesa se torció en 1981. Y también que la generación del brit pop carecía de actitud y talento. Así es fácil acotar su radio de acción. Una de las cosas que más divierten del músico escocés es su ausencia de pelos en la lengua. Es todo un personaje. Siempre lo fue. De opiniones discutibles, como cualesquiera, pero siempre sincero y consecuente.
Un socialista de corazón (que diría Billy Bragg) criado en el seno de una familia trabajadora y con conciencia de clase, un amante irredento del soul, el garage rock, el punk o los Rolling Stones, pero en absoluto inmovilista, abducido en su día por la cultura rave, la electrónica y el acid house que tanto contribuyeron a salvarle la carrera y la propia vida, porque lo de trabajar en una oficina no iba con él. Un chico, un hombre, cuyo día a día se identificaba con el de la letra de “The Magnificent Seven” de The Clash o “Grey Day” de Madness.
“Gillespie creció siendo un amante del soul, el garage rock, el punk o los Stones y muy identificado con el costumbrismo de clase obrera de algunas canciones de The Clash o Madness”.
Gillespie, quien lleva más de una década limpio, sin probar las drogas, porque en su momento le dio prácticamente a todo, explica muy bien cómo el éxtasis es la sustancia perfecta para consumir escuchando acid house y electrónica, cómo las anfetas maridan con el rock and roll, el caballo se alía con el soul sureño y la marihuana es perfecta para sumergirse en el reggae y el dub.
El libro es un inagotable surtidor de anécdotas y jugosas reflexiones, y solo se echa en falta que su narración termine en 1991, justo cuando su autor tenía treinta años y empezaba a ver cumplido su sueño con la ayuda inestimable del productor Andrew Weatherall: solo unos meses antes, Primal Scream arrastraban sus culos por los escenarios de pequeñas salas ante unas 200 personas, en el mejor de los casos.
Tras un concierto en la sala Garage de València (febrero de 1990), Gillespie se ligó a una chica llamada Mar (¿alguien la localiza para que nos lo cuente, por favor?) y ni se molestó en subir a su concierto del día siguiente en Barcelona. Tal era su desmotivación. Solo un año después, su banda se convirtió en una de las franquicias más fiables y codiciadas por cualquier festival. ¿Habrá segunda parte, tal y como hizo Brett Anderson (Suede) con sus memorias? Esperemos que sí. Los treinta años siguientes también depararían muchas cosas que contar. Seguro.
(Foto de portada: Bobby Gillespie y Andrew Innes presentando sus respetos a la reina de Inglaterra, imagen capturada por Grant Fleming)