Cantar hacia atrás y llorar, el relato autobiográfico de los años más turbios del músico Mark Lanegan, fallecido a principios de este año, es uno de los libros más impresionantes del curso.
Entrevisté por teléfono a Mark Lanegan (1964-2022) en octubre de 2019. Unos meses antes de contraer Covid, que lo tuvo hospitalizado y al borde de la muerte (ya escribió un libro sobre la experiencia), y algo más de dos años antes de su fallecimiento, en febrero de este 2022. Le pregunté sobre este libro, aún en su última fase de edición original en inglés. «Tendrás que esperar a que salga el libro», fue su respuesta cuando le pregunté cómo recuerda su vida en Seattle entre mediados de los ochenta y finales de los noventa. Seco. Parco. Hermético.
Fue una conversación periodísticamente frustrante. Los veinte minutos previstos se quedaron en catorce, y tampoco por mi parte había muchas ganas de prolongar algo que tenía poco sentido: cuando alguien no tiene ganas de hablar, es absurdo empeñarse en ello. Son muchos los músicos que acceden a dar entrevistas porque su sello discográfico o sus promotoras se lo piden, como un peaje engorroso. Quizá Lanegan se contara entre ellos. O puede que simplemente no tuviera el día. O que mis preguntas le parecieran una chorrada. El caso es que aquello no dio mucho de sí.
Miedo y asco en Seattle
Tras leer por fin el libro, que se llama Sing Backwards and Weep. Cantar hacia atrás y llorar. Memorias (Contra, 2022), y acaba de ser publicado en castellano, puedo entender perfectamente su desidia a la hora de contestar determinadas preguntas, sobre todo si van sobre un libro del que poco puede explicarse si no lo has leído previamente. Porque cualquier cosa que os hayan podido contar sobre los excesos del rock and roll way of life, sobre el viejo topicazo de «sexo, drogas y rock and roll», queda en pañales al lado de estas 422 páginas, extraordinariamente traducidas (como es marca de la casa) por Elvira Asensi, quien también firma un posfacio muy personal. Reíos bien a gusto de Keith Richards, de Keith Moon o de John Bonham. Partíos la caja cuando os cuenten los pasotes crápulas de Sabina o Calamaro. Quedan todos como vulgares aprendices al lado de Mark Lanegan.
Porque aquí no se trata solamente de que haya sido adicto a todas las drogas y licores imaginables, de que haya tenido sexo en las situaciones más inverosímiles o de que se haya comportado como un cabestro en decenas de situaciones violentas en las que estaba fuera de sí, sino de que no hay en su relato ningún asomo de glamourización u orgullo al respecto. Ningún alarde. Todo lo contrario. Hay vergüenza, amargura, arrepentimiento, contrición.

Y hay, quién lo iba a decir, una sensibilidad recobrada y una cierta hondura literaria (sin alardes: tampoco lo pretende) que se plasma de forma brillante en el mejor capítulo del libro, el frenético La gélida risa de la casa europea, 35 páginas que te dejan literalmente sin aliento y que son la joya de la corona: un descenso a los infiernos, al inframundo de la adicción y sus más bajos fondos, que es toda una oda a la sordidez y la miseria moral. Es curioso, porque el músico reconoce en el libro que durante aquellos años se convirtió en un especialista en convertir en mierda todo el oro que la vida le regalaba, pero en este capítulo logra justo lo contrario: extraer una belleza adrenalínica de lo que, en esencia, es pura basura.
El libro cobra una nueva dimensión desde el momento en que sabemos que Lanegan falleció a principios de este año, porque no fue pensado para ser póstumo. De hecho, da la sensación de que su autor se guardase una carta, al más puro estilo Brett Anderson, para darle continuación con una secuela según como fueran las ventas de este, porque no hay una sola referencia a sus últimos veinte años de vida: ni Greg Dulli (compañero suyo en The Gutter Twins) ni Soulsavers (para quienes cantó un disco entero) ni Isobel Campbell (ex Belle & Sebastian, con quien grabó en formato dueto y giró por toda Europa) aparecen mencionados. Tampoco Killarney, la pequeña localidad irlandesa en la que vívía desde hace años junto a su mujer, quien tampoco aparece en el libro, ya que su relato se detiene con el cambio de siglo, justo en 2002.
El doloroso aullido del noroeste americano
Sí se explaya bien a gusto, como testigo de excepción y protagonista (aunque no fuera en primera línea de popularidad) de aquella generación grunge (término y etiqueta que siempre despreció), hablando en términos no muy amables de Bruce Pavitt y Jonathan Poneman (Sub Pop), Ivo Watts-Rusell (4AD), Liam Gallagher (con quien relata una serie de anécdotas impagables) o el guitarrista de sus Screaming Trees, Lee Conner (hasta que este accedió a dejar de ser el principal compositor del grupo), mientras se guarda parabienes para un puñado de músicos con quienes fue uña y carne, algunos de ellos malogrados: Josh Homme, Johnny Cash, Jeffrey Lee Pierce (The Gun Club), Layne Staley (Alice In Chains) o Kurt Cobain (Nirvana), con quien mantuvo estrecho contacto hasta unas horas antes de su muerte, en abril de 1994.
El rock fue la tabla de salvación a la que Lanegan se aferró desde bien joven, víctima de una familia francamente desestructurada, para no caer en la más pura delincuencia (a la que parecía inevitablemente abocado), y poder escapar de su pequeño pueblo en medio del estado de Washington, Ellensburg, cuyo conservador provincianismo detestaba.
La suya es la historia de un continuo aprendizaje vital y creativo, dotado como estaba de una imponente voz a la que logró dar su mejor acomodo en discos como Whiskey For The Holy Ghost (1994) o Blues Funeral (2012), que seguramente fueran sus dos mejores en solitario. Estas memorias, por parciales que sean ya que dejan con ganas de una continuación que ya no llegará, generan un escalofrío que tiene mucho de adictivo.
Foto de portada: Marie Monteiro/Dalle/Eyevine.