La artista islandesa sigue explorando con su décimo álbum un mundo tan único e inimitable como particularmente denso, ajeno a cualquier convencionalismo pop.
“¿Pero dónde están las canciones?”, me preguntaba un amigo a través de facebook cuando publiqué una crítica de Vulnicura (2015). Ay, las canciones. No las había. No al menos en el sentido en el que cualquiera de nosotros espera escuchar una canción de música pop. Y en esas sigue la islandesa.
A Björk hace tiempo que le dan igual las canciones. Y uno no sabe hasta qué punto es porque no le interesan o porque ya no le salen. Da la impresión de que sea más bien por la primera razón, porque seguramente le hubiera bastado con autoplagiarse y repetir, de forma algo camuflada, las líneas melódicas de sus cuatro primeros álbumes, tan recordados, si de verdad le preocupase que su producción reciente anide en nuestras cabezas a la primera. Sería una praxis relativamente fácil.
Ideas contrapuestas
Se ha dicho que en este disco hay reguetón. Pero solo lo hay medias. Que hay gabber. Pero solo lo hay a medias. Que se podría bailar. Pero solo se puede a medias (o ni eso), porque luego dijo que la cosa no discurriría a más de 80 o 90 bpms. Que hay voces entrelazadas y beats agresivos. Y los hay, pero también a medias. Que impera esa socorrida fusión de tradición y vanguardia que distingue a los trabajos que suelen ser relevantes. Pero también concurre a medias.
Casi nada es exactamente lo que parece a simple vista en el universo creativo de Björk, seguramente porque la música es para ella una suerte de terapia personal y de herramienta para sanar heridas y entender el mundo que la rodea, y eso no contempla en ningún momento la preocupación por agradar al prójimo. Uno diría que le da exactamente igual. Que le trae sin cuidado.

En eso, Fossora (One Little Independent Records/Popstock!, 2022) no es muy distinto de sus cinco precedentes. Pero también tiene algo de sus cuatro primeros discos, y quizá por eso mismo haya suscitado elogios por parte incluso de quienes entienden que hay dos partes diferenciadas en su carrera en solitario: la que fue de 1993 a 2004, y la que arranca entonces y llega hasta ahora. Y a fin y al cabo, aquí hay algo de la primacía vocal del austero Medúlla (2004) (en “Sorrowful Soil”, dedicada a su madre, la activista ecologista Hildur Rúna Hauksdóttir, fallecida en 2018), algo del guiño al music hall de aquella lejana “It’s Oh So Quiet” (1995) (en “Fungal City”, con Serpentwithfeet), algo de la disruptiva fanfarria de “Pluto” (1998) (en “Trölla-Gabba”) y algo de la combinación de digitalismo tectónico e instrumentos de cuerda de Homogenic (1998) e incluso de Vulnicura (2015) en cortes como “Atopos” o “Fossora”.
¿Significa eso que estamos ante una síntesis de algunas de las mejores propiedades de su carrera? Pues tampoco. No hay forma de extraer ninguna conclusión medianamente certera con ella, más allá de confirmar que va a su puñetera bola. Esa aparente excentricidad que la convierte en carne de memes y de imitaciones a lo Muchachada Nui. Sus colaboradores aquí eran unos completos desconocidos para el gran público hasta hace unas semanas: el dúo indonesio Gabber Modus Operandi y el sexteto de clarinetes islandés Murmuri. Está El Guincho también, sí, pero su aportación se limita a un tema, “Ovule”, del que apenas trasciende el entrecortado ritmo que suele ser su marca. Sin consultar los créditos, nadie lo diría.
Un asunto familiar
El fallecimiento de su madre, el confinamiento por la pandemia y la vida (de nuevo) en su Islandia natal marcan este disco, que indaga en las metáforas terrenales y florales, en la raíces y en los hongos, para explicarse a sí mismo y para explicar su razón de ser. Es un asunto familiar, pues. Sobre todo, desde el momento en el que las voces de su hijo Sindri (36 años) y su hija Ísadóra (20 años) están presentes: la final “Her Mother’s House” es lo más emocionante de estos 54 minutos. Pero tampoco es un álbum pandémico tal y como hemos conocido otras entregas similares de otros músicos, por mucho que ella confiese que, aparte de superar el duelo y reencontrarse con sus raíces, aboga por la conexión que nos faltó durante en la inicial “Atopos”.
En su mundo, nada es exactamente lo que parece. Solo ella sabe a dónde pretende llegar (si es el caso) en su insondable exploración. Un afán de búsqueda que podrá gustar más o menos, pero no tiene paralelismos hoy en día en la primera plana del pop. Si es que aún podemos llamar pop a Björk.