El rapero de Compton demuestra con su quinto disco que es uno de los monarcas indiscutibles de la música popular de nuestro tiempo.
Vivimos en un mundo tan dado a la cháchara estéril, al pavoneo sin sustancia y a las luchas de gallos (que solo sirven para alimentar la voracidad de la prensa más sensacionalista y fútil, y de su extensión en las redes sociales) que muchas veces nos olvidamos de que no siempre quienes hacen más ruido son necesariamente los mejores.
Ocurrió en tiempos del brit pop, por ejemplo, cuando aquellos que no salían en la foto de la confrontación fratricida (la dichosa enemistad entre Blur y Oasis) acababan haciendo los mejores discos de aquella década y aquel lugar: Pulp y Suede. Venga, y un poco The Auteurs.
Y ha ocurrido algo similar durante la última década en un ámbito tan dado a los egos hinchados, a las visiones mesiánicas, a los desopilantes egotrips y a las provocaciones verbales y beefs como es el del hip hop: nos entretuvimos el año pasado dilucidando si Kanye West le había mojado por fin la oreja a su rival Drake mientras, con sigilo, Kendrick Lamar componía su tercera obra maestra consecutiva. Cuando no te entretienes preocupándonte de quién te pisa los talones, es cuando de verdad sabes mirar adelante.
Voracidad por encima de egos y competiciones
Esta tercera obra magna está aquí, se llama Mr. Morale & The Big Steppers (Interscope/Universal, 2022), y es otra nueva prueba de que este hombre está absolutamente por delante de todos. En el mundo del hip hop y, prácticamente, en el del pop.
Porque este es un disco de pop, en sentido amplio. Y, sobre todo, porque vuelve a demostrar que nadie mejor que Lamar sabe integrar hip hop, soul, jazz, r’n’b y blues en una visión panteísta, omnívora, desbordantemente ambiciosa de la música.

Nadie mejor que él sabe citar -sin necesidad de nombrarlos- a Prince, Nina Simone, Marvin Gaye, Curtis Mayfield o Gil Scott-Heron en un mismo (y enorme) discurso. Sus últimos discos, y este en especial, son como enciclopedias de guiños a la mejor tradición de la música negra.
Obras de una respetabilidad cultural que, hace algo más de cuatro décadas, cuando el hip hop germinó en los barrios marginales de ciudades como Nueva York, se antojaba una quimera. No está de más recordar que Kendrick Lamar tiene un Pulitzer: podéis leer más sobre él (y escucharle a gusto) en las páginas de nuestro primer número en papel.
Muestrario de inseguridades y habilidad para acoplar talentos
Kendrick Lamar demuestra de nuevo que es el puto amo por sabiduría, perspicacia y conocimiento de sí mismo, porque este es otro de esos discos que trata sobre los estragos de la fama y la responsabilidad de quien se sabe estrella. Solo quien muestra sus inseguridades sin trabas y naturaliza la vulnerabilidad, haciendo honor a aquella frase de Samuel Beckett de que hay que aprender a fracasar mejor, se asegura margen de crecimiento.
También es el rey por su modo de salpicar «United In Grief» de una polirritmia contagiosa, de inocular gotas de jazz en «Worldwide Steppers», de orlar «Die Hard» con esencias r’n’b, de remitir a la música clásica en «Rich Spirit» o de honrar al mejor soul de los setenta sin mimetismos en «Mirror». Sin complejos. Desafiando cualquier frontera.
Y también por la forma en la que integra a sus colaboraciones y saca lo mejor de ellos sin oscurecerlos ni empañar el propio sello Lamar: Sampha se sale en «Father Time», Taylour Paige está enorme en esa bronca de pareja que es «We Cry Together», Ghostface Killah emerge imperial en «Purple Hearts» y Beth Gibbons (Portishead) sienta cátedra en la impresionante»Mother I Sober».
Muy grande.