La enésima exhibición del músico australiano en Primavera Sound demostró que forma parte de una estirpe única, irreemplazable.
Hay músicos que no parecen humanos. Son iconos: esa palabra que desvirtuamos hasta vaciarla de contenido. Su estampa no tiene parangón. Les ves de cerca y sabes, al instante, que no habrá nadie igual a ellos. Nunca. No hay estilismo ni campaña de marketing capaz de crear una réplica. El día que se mueran, kaputt. Finito. No habrá otro Bowie, ni otro Prince ni otro Lou Reed. Ni combinando varias probetas en un laboratorio.
Son, además, personajes que tienen algo más que cualquiera de nosotros. No algo, vaya. Mucho. Muchísimo más. Y no estoy hablando solamente de carisma, sino de algo bastante más exclusivo. Casi indefinible. Una cualidad que les hace sobrenaturales. O al menos parecerlo a nuestros ojos. Ese aura que perfila su silueta. Ese magnetismo animal. Esa forma de sobrevivir a todos sus presuntos excesos. Como si no estuvieran hechos de carne y huesos. Como los centauros, los unicornios o las sirenas.
Es como si estuvieran en contacto directo con el más allá, con un ente superior a todos nosotros. Como si fueran médiums entre lo mortal y lo trascendente. Como si tuvieran línea directa con lo divino. Como si nos estuvieran abriendo las puertas a esa verdad revelada a la que no podemos acceder sin su ayuda.
“Nick Cave forma parte de esa secuencia de músicos que parecen médiums entre lo mortal y lo trascendente”.
Emiten una radiación espiritual que va más allá de la música. Sus conciertos son misas paganas. Muestras de una fe inquebrantable. Liturgias únicas. Recordatorios de que la música popular es la religión auténtica de muchos de nosotros, por mucho que nos hayamos pasado casi toda la infancia educándonos en colegios católicos.
Estoy hablando, obviamente, de tipos como Mick Jagger, a punto de cumplir los 79 años mientras menea al culo sobre un escenario como si el tiempo fuera una abstracción. Lo vieron quienes se acercaron al Wanda Metropolitano el miércoles pasado. Imagino a mi padre haciendo lo mismo y me entra la risa. Me imagino a mí mismo a su edad y directamente me explota la cabeza.
Hablo también de Patti Smith, la mujer más importante en la historia del rock and roll, poetisa y madrina del punk a quien hemos dedicado varias páginas de nuestro primer número en papel. Se me saltaron las lágrimas la última vez que la vi sobre un escenario, mientras el atardecer agonizaba, rodeado de hipidos, algún kleenex y más nudos en la garganta de los que pueda imaginar.
Y hablo también, cómo no, del inconmensurable Nick Cave, protagonista (una vez más, y van tropecientas) de la actuación más punzante y escalofriante de todo el primer fin de semana del Primavera Sound.

Por imperativo profesional (cubrir otros sets en tan desbordante programación) no pude ver su concierto entero. No importa. Bastó la mitad. Era mi quinta misa caveiana, si no me falla la memoria. Aunque la campana ya hubiera sonado y el himno de entrada (el vendaval de “Get Ready For Love”) me lo tuvieran que contar. Mientras King Krule afinaba su guitarra en un receso entre dos de sus canciones, pude escuchar el rugido de fondo de “Jubilee Street”, una canción que siempre me pone los pelos de punta cuando la escucho en directo. La intriga in crescendo del bajo, el violín de Warren Ellis ronroneando desde Mordor. Archy, arranca ya, por Dios. Y por la Virgen. Vi en la cara de este joven londinense a Carlos Sainz, y no a un pálido y pelirrojo músico veinteañero.
Todos lo sabréis ya, de sobra: Cave perdió a su hijo mayor hace menos de un mes. Tenía 31 años. Se sumaba a la pérdida de otro de ellos hace siete, cuando solo contaba quince. Dos de sus cuatro hijos. Podía perfectamente no haber actuado, ni siquiera haberse plantado en Barcelona. A nadie le hubiera extrañado. Todos lo hubieran entendido. Pero no. Y no solo cumplió con su parte del cartel. Dedicó una de sus canciones a Luke y a Earl, de quienes dijo que “probablemente estarán por ahí esperando a que empiece el concierto de Bauhaus”. Son los dos que viven. Dijo de “Red Right Hand” que nunca la cantó mejor. Y propinó otra de sus imperiales exhibiciones.
“Más de una vez se ha dicho que Cave jugaba con fuego por haberse pasado gran parte de su vida escribiendo sobre pecado, redención y muerte”.
Más de una vez se ha dicho que Cave jugaba con fuego. Como si el haberse pasado gran parte de su vida escribiendo sobre historias de pecado, redención y (sobre todo) muerte, reformulando ese magnético género de las baladas mortuorias (murder ballads) en discos magistrales, le hubiera hecho acreedor especial en la rifa de quienes pasan uno de los trances más difícilmente imaginables para quienes nunca tienen la infinita desgracia de ver cómo el orden natural de las cosas se invierte y es el hijo quien muere antes que el padre. Paparruchas. Nadie gana puntos para algo así. Ni el más miserable.
Juraría que Nick Cave necesita salir a la carretera, actuar ante su público y establecer el contacto más directo posible con él. Debe ser su forma de conciliarse con un mundo que le deparaba un giro tan cruel. Su modo de entenderlo. Su tabla de salvación y su reivindicación personal, aunque su obra no la necesite en absoluto.
Le ves ahí, al borde del escenario y con el personal de seguridad agarrándole de la pernera del pantalón para que no se caiga mientras alarga su mano a las de un público anhelante y enfervorecido, y da la sensación de que acabará sus días haciendo exactamente lo mismo. Con su piano, sus malas semillas y su coro de gospel. Perfeccionando uno de los más grandes espectáculos que nos depara la música popular. Y ahí seguiremos, fieles a su llamada, hasta que su cuerpo (o el nuestro) digan basta.
(Foto de portada: Sergio Albert; Primavera Sound)