El malogrado músico norteamericano despuntó mediáticamente con una colección de canciones que eran un prodigio de austera sensibilidad melódica.
Sus canciones transpiraban la misma combinación de fragilidad y sensibilidad que debía anidar en su desdichada cabeza. Elliott Smith (1969-2003) vivió siempre tan ajeno a casi todo, tan al margen de cualquier convención, que ni siquiera para morirse cumplió con el topicazo del club de los 27 (Janis Joplin, Amy Winehouse, Kurt Cobain, Jim Morrison): se quitó la vida ya con 34 años, y lo hizo de un modo tan bestial como singular, espeluznante: clavándose un cuchillo en el pecho tras una discusión de pareja. Las drogas, la depresión y el alcohol tampoco ayudaban.
Tuvo tiempo para dejarnos un buen puñado de canciones (no necesitaba mucho para registrarlas: su voz y guitarra), y justo en este 2022 se cumplen 25 años del disco que le puso en el mapa. Aquel con el que se empezó a hablar de él en los medios musicales del momento.
Era el tercero que publicaba a su nombre tras haber militado en la banda Heatmiser, se llamó Either/Or (Kill Rock Stars, 1997) y siempre ha competido seriamente en las preferencias de público y crítica con el posterior XO (Dreamworks, 1998), mejor producido porque ya lo ponía en las tiendas una discográfica multinacional. Ambos son maravillosos.
El del músico de Oregón era un talento sin igual. Un milagro brotado en plena era del grunge, del brit pop, del trip hop y del auge de la electrónica de masas, sin tener prácticamente nada que ver con ninguno de ellos. Su habilidad para perfilar inmortales, que tenían en el punto de mira a los Beatles, Big Star o Nick Drake, era tan sobrenatural como atemporal.
Nada que ver con ninguna moda del momento. Su aversión por la notoriedad, su desdén absoluto por el show business y los peajes de la fama, también hacían de él una estrella inverosímil. Incluso demasiado sensible como para aguantar el catálogo de sinsentidos de nuestra existencia.

La inspiración es más o menos la misma que en sus dos anteriores discos, pero todo se refina. La espartana austeridad de aquellas canciones acústicas, que a veces tan solo parecían bocetos, ya no es tanta. Diríase que este disco marca justo la bisagra entre su fase más doméstica y la posterior, la más abigarrada y compleja.
Lo que no cambia es su conmovedora forma de cantar. El susurro hecho un arte. La sutileza como seña de identidad. El sigilo como reflejo de un olfato melódico totalmente fuera de lo común. La delicadeza como marca de unas canciones que apuntaban al cielo como la única válvula de escape posible ante su propio infierno. Aún impresiona confirmar que alguien con tan escasas habilidades sociales pudiera ser capaz de pulir canciones de una belleza tan delicada. Que alguien con una vida tan mundana pudiera hacer tal acopio de composiciones inmunes al desgaste de los días y las noches. Tan brillantes ahora como hace 25 años.
A la cabeza de todas, esa maravilla que es «Angeles», y que fue un buen preludio a lo que ocurriría un año más tarde con «Miss Misery», la que le valió la nominación al Oscar de Hollywood a mejor canción por su aparición en la banda sonora de El indomable Will Hunting (Gus Van Sant, 1997). Al formar parte de la gala de 1998, Smith parecía más perdido que un pulpo en un garaje. Ese no era su mundo.
En cualquier caso, «Speed Trials», «Ballad Of Big Nothing», «Alameda», «Between The Bars», «Punch and Judy», «Say Yes» o aquel glorioso crescendo eléctrico que robustecía «Cupid’s Trick» son razones más que poderosas para volver a este disco, una y otra vez. Quién sabe hasta dónde podría haber llegado si su vida n hubiera tenido tan abrupto final.