
Un artículo de Pitchfork, que vuelve a otorgar calificaciones distintas a discos que en su momento denostó, vuelve a poner sobre el tapete lo cambiante que puede llegar a ser la valoración crítica del arte a medida que pasa el tiempo, y su propia naturaleza.
Dicen que escribir es también reescribir. Que todos podemos equivocarnos. Que las primeras impresiones no siempre son las correctas. Que los prejuicios pesan más de la cuenta. Que las prisas son malas consejeras. Y que el tiempo pone a cada uno en su sitio. El contexto también influye, desde luego. Y una de las grandes virtudes del arte es su diferente significación a lo largo del tiempo: contemplamos un cuadro, leemos una novela, asistimos a la emisión de una película o escuchamos un disco, y no lo hacemos de la misma forma si tenemos 15 o 16 años que cuando tenemos 30, 45 o 60. Puede que ni nosotros seamos ya exactamente las mismas personas que cuando descubrimos esa obra. Y seguramente el mundo tampoco lo sea. Reconforta saber que las obras de arte nos aportan cosas distintas según el momento de nuestra vida en que las degustemos.
La web Pitchfork, referencia dentro del pop y del rock independiente desde hace casi dos décadas, ha publicado hace unos días un interesante artículo en el que revalúa, siempre en sentido positivo, discos que en su momento (recién publicados) había denostado. Es un ejercicio que les honra, aunque bien es cierto que el rápido acceso a toda la información digital hace que sea mucho más fácil sacar los colores a cualquier crítico que cuando hablamos de medios impresos: a ver quién es el guapo/a que rebusca en una hemeroteca o en su colección de revistas aquella sonora reseña que vapuleó tal o cual disco en las páginas de Rolling Stone, Ruta 66, Mondosonoro, Rockdelux, Efe Eme o Vibraciones, hace ya décadas. Requiere un tiempo (y unos metros cuadrados) de los que apenas disponemos.
Pitchfork reconoce ahora que el Stories From The City, Stories From The Sea (2001) de PJ Harvey; el Sky Blue Sky (2007) de Wilco, el Musicology (2004) de Prince, el Discovery (2001) de Daft Punk, el Room On Fire (2003) de The Strokes o el Liz Phair (2003) de Liz Phair, merecían una valoración más benevolente. Dentro de esas puntuaciones numéricas (con decimales, incluso) que tanto estilan y tanta guasa generan, casi todos pasan del inicial aprobado justo (alguno de ellos del cero patatero, como el de Liz Phair) al notable o incluso a sobresaliente.
“Generalmente, cuando calibramos la música con la perspectiva del tiempo, solemos hacerlo en positivo”.
Personalmente, yo coincido con todos y los valoro ahora por igual desde el mismo momento de su edición, aunque también reconozco haber sobredimensionado la valía de grupos que en su momento me entusiasmaron (The Postal Service, Rinôçérôse o Hot Hot Heat, por ejemplo) y luego dejaron de hacerlo. Y también el haber llegado a entender tarde la dimensión de otros que en un principio no me parecían para tanto: mi tibia opinión sobre los Arctic Monkeys de su disco de debut cambió por completo tras verles un año después en directo, en 2007. Y ahora disfruto del enorme Whatever People Say I Am, That’s What I’m Not (2006) de un modo en el que no me veía incapaz en 2006. Por los motivos que fueran.
Generalmente, cuando calibramos la música con la perspectiva del tiempo, solemos hacerlo en positivo. La nostalgia también es golosa y lo propicia, pero hay muchos más factores. The Velvet Underground sería el caso paradigmático: pocas veces una banda ha experimentado un mayor desequilibrio entre su prestigio, consolidado en el tiempo, y el desprecio general que la crítico les dispensó cuando publicaban sus primeros trabajos.
Se suele decir también que, sobre todo por su carácter seminal, por su vasta influencia en músicos posteriores, el tiempo acaba favoreciendo una nueva lectura en positivo de aquellos discos y músicos que en su momento no encajaban en ninguna cuadrícula estilística, o bien sonaban más raros que un perro verde. En cualquier caso, en Pitchfork han tenido el detalle de incluir también algunos trabajos que el medio considera que no han envejecido muy bien: el Turn On The Bright Lights (2002) de Interpol baja del sobresaliente al notable raspado, por ejemplo.
En realidad, es algo tan viejo como el mismo ejercicio de la crítica. Cuando hablamos de arte no hablamos de ciencia. Y por mucho que no queramos, en nuestro juicio pueden llegar a influir nuestro estado de ánimo, nuestros prejuicios, nuestras inquinas (en algunos casos, desgraciadamente), nuestro background cultural y nuestros propios gustos, obviamente. El paso del tiempo suele destapar algunas vergüenzas críticas, que en realidad tampoco deberían ser tales.
“Todos somos rehenes de nosotros mismos y de nuestro tiempo. Lo importante es asumirlo y reconocerlo”.
Todos somos rehenes de nosotros mismos y de nuestro tiempo. Lo importante es asumirlo y reconocerlo. El historial de discos legendarios que fueron en su momento vapuleados por algunos críticos de renombre es imponente: John Mendelsohn cargándose el debut de Led Zeppelin, Robert Christgau atizándole al OK Computer (1997) de Radiohead, Stephen Davis haciendo lo propio con el Berlin (1973) de Lou Reed (otro clásico) o Lenny Kaye con el Exile On Main Street (1972) de los Rolling Stones.
Cuando se le pide objetividad a la prensa, se olvida casi siempre que lo que hay que pedirle es ecuanimidad. Que no es exactamente lo mismo. Y que es algo, desde luego, rima con honestidad. Y con rigor. La objetividad es imposible de alcanzar al cien por cien en el ejercicio de la crítica, uno diría que incluso en el ejercicio del periodismo en general (por muy aséptico que un medio sea, la selección de temas ya implica un sesgo).
Por algo se afirma a veces que algunas críticas de discos dicen más de quien las firma que de los artífices de la música que las alimenta, algo que tampoco es precisamente lo más conveniente para que el lector se forme una opinión ponderada. Pero también se obvia muchas veces, generalmente de forma inocente, que desde el momento en que un texto viene firmado con un nombre propio, ya nos está expresando una opinión personal, y no un dogma de fe ni la quimera de la justicia universal. Las crítica son eso. Opiniones cualificadas, pero personales. No son las tablas de Moisés. Ni tampoco lo pretenden. Y menos aún en un tiempo en el que cada vez menos gente parece necesitarlas.